Collado by Carles Armengol

Collado by Carles Armengol

autor:Carles Armengol [Armengol, Carles]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2022-04-11T00:00:00+00:00


* * *

Dicen los sabios que «cualquiera es buena persona mientras no mate ni robe». Partiendo de esa premisa, por el Collado vi pasar a todo tipo de buenas personas paranoicas, alcohólicas, mentirosas compulsivas, adictas al juego y aficionadas a la autodestrucción.

La etapa que recuerdo con más personal de oficio fue durante mi infancia. Quizás porque fueron los últimos días de esa Barcelona preolímpica que estaba al borde del precipicio. Era la época en la que los camareros llegaban al trabajo sujetando en la mano el delantal que traían limpio de casa, con su abridor en el bolsillo del pantalón y su bolígrafo en el de la camisa, y con el tiempo suficiente para tomarse un café sentados en un taburete de la barra. Lanzaban al aire su pronóstico de cómo transcurriría el servicio aunque no hubiese nadie escuchándoles. Cantaban el menú aunque el cliente tuviese la carta delante y se anticipaban a sus necesidades antes de que este las exigiera. Camareros que contaban chistes cachondeándose del de enfrente con las manos en la cintura y un trapo al hombro, resguardados por el estatus de poder que brinda la barra.

Ricard era el que se encargaba del comedor interior. Alto, calvo, con gafas y refinado en sus movimientos, se daba un aire a Mortadelo. Vestía con pantalón de pinza negro, camisa blanca y chaleco rojo con cuello de pico. Llevaba toda la vida trabajando como camarero. Era su oficio y estaba orgulloso de ello. Vivía aferrado a su sacacorchos, que representaba un símbolo de identidad más que una herramienta de trabajo. Siempre lo guardaba en la cintura sujetado por el cordel del delantal.

De pequeño me entretenía escondiéndome tras sisarle el abridor. Se ponía de los nervios cuando, en un ligero descuido, su fiel herramienta desaparecía de la mesa mientras servía el vino que acababa de descorchar.

Mis hermanos se dieron cuenta de que Ricard robaba las propinas que los clientes aflojaban. Todos los camareros entregaban a mi madre el platillo con las monedas para el bote, pero Ricard, que era muy ruin y astuto, se las metía en el bolsillo aprovechando el momento en el que cruzaba el pequeño patio que separaba los dos salones. En más de uno de estos viajes entre salones, mis hermanos vieron el movimiento elegante de mano-platillo-bolsillo.

Mis padres nunca le llamaron la atención y evitaron tener que lidiar con esa situación. Del mismo modo pasó años después conmigo; sabían que les robaba monedas, pero no me decían nada. Quizás lo más fácil hubiese sido poner las cartas sobre la mesa, avergonzarme, darme unos días para que me sintiese como una rata de cloaca y, pasado el tiempo de reflexión, asignarme una paga semanal con la que ir sembrando el camino hacia la madurez y toda esa mierda de la vida adulta. Pero no, prefirieron callar y dejar que yo mismo decidiese qué cobrar por mi trabajo. Visto así, tampoco me salió tan mal la jugada.

Desde que Ricard dejó de trabajar con nosotros a principios de los 2000,



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